miércoles, 16 de mayo de 2012

La conversión de Recaredo


Los monarcas visigodos tuvieron que afrontar tres problemas principales que constituyeron desde el inicio una amenaza para la estabilidad del reino: uno político, el carácter electivo de la monarquía, que por lo general impedía transiciones serenas; otro social, una minoría visigoda que regía los destinos de una mayoría hispano-romana; y un tercero religioso, el arrianismo de la casta política, que chocaba con el catolicismo mayoritario.

Los problemas de sucesión al trono nunca se resolverían, pese a los esfuerzos hechos en alguno de los concilios de Toledo. La cohabitación entre visigodos e hispano-romanos fue mejorando gracias a reformas legales como la que autorizó los matrimonios mixtos, que contribuyeron sustancialmente a la cohesión nacional. En cuanto a la cuestión religiosa, más allá de la convicción personal de los convertidos, que no compete a la Historia, se resolvió por decreto.

El camino no fue fácil, con un sinfín de conflictos políticos, sociales, económicos, religiosos e incluso familiares, y una guerra más que civil –en palabras de san Isidoro– entre los miembros de la familia real.

Recaredo había sucedido en el trono a su padre, Leovigildo. Éste, maniobrando inteligentemente para afianzar su poder, había no sólo triunfado en diversas campañas militares –que permitieron la ampliación de los territorios del reino–, sino asociado al Gobierno a sus dos hijos, Hermenegildo y el propio Recaredo. Dio origen, de este modo, a una pequeña dinastía que, aunque no pervivió demasiado tiempo, sí contribuyó decisivamente a modelar un nuevo perfil del Estado visigodo.

Leovigildo consideró que el reino difícilmente podía prosperar si no se actuaba directamente sobre los problemas que afectaban a su estabilidad. Fortalecido por los éxitos de sus campañas militares, que mantuvieron calmada a la siempre intrigante nobleza visigoda, decidió dar un paso más hacia la unidad del reino. Tal ambición no sería posible si no se lograba superar la división religiosa que aún existía en la España de la segunda mitad del siglo VI. Los dos grupos religiosos más importantes eran el catolicismo y el arrianismo. Existía también un buen número de judíos, y el paganismo aún no se había extinguido totalmente, pero su influencia era menor.

Leovigildo ideó un plan que pasaba por suavizar los postulados arrianos a fin de hacerlos aceptables para los católicos. Con ese fin convocó en el año 580 un concilio de obispos arrianos en Toledo. Los resultados no fueron los previstos, puesto que no era fácil hacer converger hacia el arrianismo no sólo a la inmensa mayoría de la población, sino a toda una tradición teológicamente superior y segura de su ortodoxia, compartida, por lo demás, con el resto del orbe cristiano. El arrianismo no dejaba de ser una rémora del pasado, superada ya dogmáticamente, y sobrevivía únicamente gracias a que era la religión de quien ejercía el poder político. Leovigildo no se resignó e intentó por todos los medios llevar a cabo su plan.

Aunque es cierto que en muchas ocasiones se empleó con violencia, no podemos afirmar que desencadenara una persecución contra los católicos. Envió al exilio a algunos obispos y obligó a rebautizar bajo amenazas a muchos católicos, pero nunca se trató de una persecución formal o general al modo en que parte de la tradición historiográfica lo ha querido presentar. No debe olvidarse que los católicos no sólo eran mayoría, sino que controlaban grandes áreas de poder, principalmente en los terrenos económico y cultural, y su influencia en la sociedad no era menor. Así se explica la resistencia episcopal y de gran parte de la nobleza hispano-romana a los planes unionistas de Leovigildo.

A estas dificultades externas se unió una interna. Leovigildo había encargado el gobierno de algunas zonas del reino a sus dos hijos, Hermenegildo y Recaredo. Al primero le fue encomendado lo que fuera la Bética romana. Poco después comenzaron los conflictos entre Hermenegildo y su padre. Sagazmente, Recaredo estaría siempre de parte de Leovigildo; quería hacer méritos ante la nobleza con vistas a la sucesión.

Las fuentes contemporáneas de que disponemos difieren a la hora de explicar los motivos y el desarrollo de esta guerra civil y familiar. Mientras que los autores extranjeros inciden en el factor religioso –Leovigildo no habría aceptado la conversión al catolicismo de Hermenegildo–, los nacionales pasan por alto este aspecto y se centran en cuestiones meramente políticas. La hagiografía sobre Hermenegildo surgiría muchas décadas más tarde; entre otras cosas, porque pocos autores contemporáneos habrían tenido el valor de echarle en cara al recién convertido Recaredo las tropelías que su padre y él habían cometido contra su hermano mártir.

Leovigildo murió sin haber logrado sus objetivos. Le sucedió su hijo Recaredo, aunque no sin haber superado algunas dificultades iniciales –parte de la nobleza y de su propia familia seguía intrigando contra él–. El nuevo monarca afrontó el problema de la consolidación del reino en modo diverso a como lo había enfocado su padre. En lugar de forzar la conversión de los católicos, estimó que quizá fuera más sencillo convertirse él. Lo logró, pero no sin dificultades y con grave riesgo de perder algo más que la corona.

El arrianismo había creado una jerarquía paralela a la católica, aunque ésta gozaba de una mejor organización. Siguiendo la tradición tardorromana, los obispos católicos ejercían toda una serie de funciones que iban más allá de las estrictamente pastorales. Administraban justicia, gestionaban asuntos económicos, administrativos y de instrucción. Su poder y sus recursos eran grandes, y Recaredo se dio cuenta de la inutilidad de luchar contra unas instituciones tan fuertemente arraigadas.

No toda la parte arriana aceptó en bloque la nueva política del rey. Recaredo tuvo que sofocar durante dos años algunas rebeliones, en Mérida, Toledo y la zona narbonense. Superadas las dificultades, podía ya presentarse ante el órgano supremo de la iglesia española para sancionar la unidad religiosa del reino visigodo bajo la ortodoxia católica. Era el 8 mayo del año 589, en la sesión inaugural del tercer concilio de Toledo.
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jueves, 10 de mayo de 2012

Roma: una historia cultural


A lo largo de su milenaria historia, Roma ha sido desvalijada y ultrajada en numerosas ocasiones. Robert Hughes lo ha vuelto a hacer, con este libro que rezuma resentimiento y en el que muestra una supina ignorancia.

Roma es la excusa y el reclamo para intentar vender una visión muy particular y sectaria de la historia, como descubrirá enseguida hasta el lector más incauto. Siendo generosos, diremos que el espacio dedicado a la Ciudad Eterna no va más allá de un tercio del total; el resto es un sucederse de opiniones acerca de los temas más variopintos: filosofía, historia, arte, política y religión –con especial ensañamiento hacia el cristianismo y particularmente, ¡oh gran novedad!, el catolicismo–. Podrá alegarse en defensa de este montón de páginas que el influjo de Roma va más allá de su término municipal, y es cierto, pero ni siquiera así se justificarían los subjetivos, extensos, hoscos y acríticos discursos sobre temas que parecen afectar más a los complejos personales del autor que a la propia urbe.

En los primeros capítulos Hughes disimula muy bien su conocimiento acerca del origen, desarrollo y posterior desaparición de ciertas instituciones del mundo clásico. Parecería, por ejemplo, que nada pudiera sorprender al lector una vez que el capítulo titulado "El Imperio tardío" comienza con el gobierno de Calígula, tercer emperador, bajo cuyo mandato, seguramente, se instituyeron las bases de la desaparición del Imperio occidental... ¡más de cuatrocientos años después! Sin embargo, no es así: Hughes va mucho más allá y se empeña en ilustrarnos con su ignorancia sobre temas relacionados con la política imperial, las clases sociales, la economía, el comercio, la expansión del cristianismo y la antigua literatura cristiana. Lo hace, además, con un lenguaje a menudo soez y ofensivo tanto para el lector, que no se espera ciertas expresiones malsonantes e innecesarias en un ensayo aparentemente histórico, como para la verdad, que para imponerse no necesita de figuras supuestamente retóricas.

A medida que se adentra en épocas más recientes, Hughes deja a un lado la narración histórica y se centra en la vida y milagros de algunos de los principales artistas que trabajaron en Roma. Quizás sea la parte más interesante del libro, aunque sigue sin responder al reclamo publicitario y en lugar de Historia nos presenta un largo sucederse de batallitas. ¿Cómo se puede hablar, por ejemplo, de Miguel Ángel y la Capilla Sixtina sin citar alguna de las últimas aportaciones de Pfeiffer o las explicaciones –no exentas de polémica, aunque bien razonadas– de Blech y Doliner? Lo mismo para Rafael, Bernini y tantos otros autores.

Delirante, por último, es el tratamientos de la Roma contemporánea. Por poner sólo tres ejemplos: la toma de la ciudad en septiembre de 1870 por parte de las tropas del nuevo reino de Italia ocupa el espacio de... ¡una frase¡; Mussolini es presentado como un nuevo Cola di Rienzo, héroe procedente de la clase popular que se enfrenta al poder establecido; y la masacre de las Fosas Ardeatinas es despachada en un par de párrafos sólo cuando se habla de la obra artística de Gattuso... Debe de ser que la gárrula dolce vita felliniana es más interesante, y por eso Hughes se explaya dedicando varias páginas a Via Veneto y alrededores.

Para dejar claro que no se inventa nada y que no tergiversa los datos, Hughes ofrece un número abrumador de notas al pie: cero. Las treces páginas de bibliografía no cubren esta falta de respeto a la investigación honesta; echamos de menos numerosas obras fundamentales, clásicas y modernas, a autores indispensables como Santo Mazzarino, Andrea Giardina, Peter Heather, Peter Brown, Giacomo Martina, etc. Aunque, eso sí, gracias al traductor, que a su buen conocimiento del inglés une un tenuísimo barniz de cultura general, descubrimos, y ésta es sólo una perla del tesoro que está repartido por todo el libro, que Pablo de Tarso escribió una carta a los tesalonios [sic], hecho que ignoro si alegrará o por el contrario inquietará a exégetas y teólogos.

La divulgación es un arte difícil, del que son capaces sólo aquellos autores que dominan la materia y por tanto van a lo esencial, sin perderse en detalles o anécdotas insignificantes o comentarios intrascendentes, cuando no insultantes. Hughes cree conocer Roma porque estuvo en ella cuando era joven y después volvió no sé cuántas veces. A Roma no se la conoce sólo visitándola, ni siquiera sólo viviendo en ella, sino leyéndola en la impronta que ha dejado en el arte, la historia, la política, la filosofía y la religión. Si Hughes, siendo honesto, hubiera pretendido que su lector conociera Roma, podría haber hecho dos cosas: editar una guía de esas que utilizan sus odiados turistas –y es que, además de ignorante y maleducado, el de los antípodas es un clasista... ¡de primera!– o pasarse media vida en un par de buenas bibliotecas y, una vez asimilado lo leído, iniciar humildemente una aproximación a la historia cultural –manía de poner apellidos a todo– de Roma. Pero no, ha optado por la brocha gorda y los más burdos lugares comunes, y, claro, por pelearse a cara de perro con el rigor intelectual.

Es una lástima que en esta ocasión el sello que ha publicado este volumen no haya hecho honor a su nombre. En futuras aventuras editoriales sobre la historia de grandes ciudades debería seguir el rumbo que él mismo se fijo con el Jerusalén de Montefiore, uno de los mejores libros del año pasado.

Así pues, amables lectores, empleen el dineral que cuesta este libro para financiar al menos un tercio de lo que cobran la mayor parte de las aerolíneas que conectan diversos aeropuertos españoles con el de Fiumicino. Descubran por ustedes mismos la grandeza que tuvo y pretende mantener Roma. No se dejen engañar por la sugestiva solapa del volumen, déjense encantar, en todo caso, por los atractivos que aún luce la ciudad ribereña del Tíber... ¡y no permitan que se les caduque el carné de la biblioteca!

ROBERT HUGHES: ROMA, UNA HISTORIA CULTURAL. Crítica (Barcelona), 2011, 574 páginas.
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miércoles, 9 de mayo de 2012

El derecho visigodo


La legislación permite conocer aspectos importantes de la naturaleza, la vida cotidiana y las bases ideológicas de un pueblo. El mayor o menor volumen de leyes y el grado de detalle al que desciendan dicen mucho de una sociedad.

Desde sus orígenes, en la Galia, hasta su descomposición, a principios del siglo VIII, el visigodo destacó frente a otros reinos similares, nacidos de las ruinas del Imperio romano, por su interés en dotarse de un corpus legislativo que regulara las acciones públicas, privadas, políticas y económicas de la gente.

Desde algunos frentes historiográficos, de extracción principalmente marxista, se ha intentado presentar al Estado visigodo como una teocracia. Se basan en el lenguaje típicamente teológico que permea gran parte del corpus jurídico de aquel período. En efecto, encontramos a menudo expresiones que aluden a la soberanía de Dios, a la divina clemencia, justicia o voluntad, etc. Para desembarazarnos desde el inicio de tal prejuicio, argumentado con bases tan poco sólidas, preguntemos a quienes sostienen tal concepción si también los liberales de Cádiz pretendían crear una teocracia cuando elaboraron la Constitución de 1812, que comenzaba diciendo:

En el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad.

El Codex Euricianus es la primera recopilación de leyes visigodas que conocemos, aunque hay testimonios que hablan de actos legislativos precedentes por parte de Teodorico I. De este código se conservan únicamente dos leyes, y hay más dudas que certezas acerca de la fecha de su composición, autoría y objetivos. Sirve, no obstante, para constatar cómo desde los primeros momentos del reino visigodo –todavía en territorio galo– hubo interés por dotar al nuevo Estado de un cuerpo legislativo, aunque ciertamente aportaba pocas novedades y se conformaba con seguir básicamente la tradición legal romana.

Alarico II, en el año 506, promulgó en Tolosa un Breviarium, conocido también como Lex Romana Visigothorum, que consistía básicamente en una edición resumida del Codex Theodosianus –compilación de leyes imperiales realizada en tiempos de Teodosio II que abarcaba el período comprendido entre el año 312, reinando Constantino, y el 438, fecha de su publicación–. La mayor parte de las leyes contenidas en este breviario viene acompañada de una interpretación para facilitar su comprensión y adaptarlas a las circunstancias de un reino donde la mayoría de la población no era de origen visigodo.

Décadas más tarde, durante el reinado de Leovigildo (572-586), se produjo una nueva intervención legislativa de gran importancia. San Isidoro de Sevilla informa acerca de la decisión del rey de corregir

aquellas cosas que habían sido establecidas de manera inadecuada por Eurico, añadiendo gran cantidad de leyes que habían sido omitidas y suprimiendo otras que encontraba superfluas.

No se conserva nada de esta iniciativa de Leovigildo excepto la noticia de Isidoro; no obstante, lo más probable es que, de haberse llevado a cabo tal proyecto, terminara integrado en la siguiente gran compilación, realizada en tiempos de Recesvinto.

Gran parte de la labor legislativa quedó incluida, pues, en el que sería el código por excelencia del período visigodo, y que incluso sobreviviría al reino, el Liber Iudiciorum. Fue promulgado por Recesvinto en el año 654 y sustituyó a las anteriores compilaciones. Su estructura es similar a otros textos legales contemporáneos, como el Código de Justiniano, y recoge gran parte de la reglamentación promulgada en reinados anteriores. Partiendo de los conceptos de ley y legislador, va descendiendo a cada uno de los aspectos que configuran la vida social y privada. Su importancia fue tal, que vertebró la elaboración de otros textos legales tanto de carácter civil como religioso durante toda la Edad Media, y no sólo en España. El texto original de Recesvinto se fue actualizando con la adición de nuevas leyes hasta la desaparición del reino, a partir del año 711.

El corpus legal se alinea básicamente con la tradición jurídica romana, que los visigodos, por cierto, habían prometido respetar en tiempos remotos, durante sus primeros contactos con el Imperio, en el siglo IV. No fue, ciertamente, aquella promesa de acatamiento, cumplida y traicionada reiteradamente siglos atrás, lo que les llevó a mantener tal dirección, sino la constante romanización a la que se vieron sometidos desde el principio.

Muy ligada a la cuestión legislativa se encuentra la relacionada con la composición social del reino visigodo. Hay que recordar que el invasor bárbaro fue numéricamente muy inferior a la población nativa, de origen y cultura romanos. El tema más debatido por la historiografía contemporánea es si la ley visigoda se basaba en la personalidad, es decir, si se aplicaba según la etnia de cada individuo, o por el contrario se guiaba por un criterio de territorialidad, esto es, si era aplicable a todos los ciudadanos que poblaban el reino. Hay posturas para todos los gustos, y ninguna convence absolutamente. La tesis más extendida sostiene que el primer código realmente territorial fue el promulgado por Recesvinto, y que los anteriores se asemejaron a la legislación franca, fuertemente divisiva. Lo más razonable, conociendo la poderosa impronta romana en el derecho visigodo, sea considerar que la aplicación de las leyes fuera en todo momento territorial, igual que en el Imperio. Sea como fuere, esta polémica provoca inmediatamente dudas sobre el valor real de la codificación jurídica de este periodo: ¿tuvo una aplicación práctica o fue simplemente un símbolo más de la autoridad visigoda? También aquí existen posturas enfrentadas: por una parte están quienes sostienen que su finalidad fue meramente simbólica y que sirvió únicamente para reforzar el poder de la monarquía visigoda; por otra quienes, probablemente más acertados, afirman que realmente tuvo una repercusión práctica, alegando para ello no sólo las continuas enmiendas legales sino la abrogación de normas que no respondían ya a cuestiones reales y sobre todo el testimonio que presentan las actas de procesos que han llegado hasta la actualidad.
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